9° Domingo después de Pentecostés 2021

Fiesta de Santiago Apóstol, Bienes de la Cruz.

(Domingo 25 de julio de 2021) P. Pío Vázquez.

(Introducción)

Queridos fieles:

El día de hoy nos hallamos celebrando la Fiesta de Santiago Apóstol, llamado el Mayor —para así diferenciarlo del otro Santiago—, hermano de San Juan Apóstol y Evangelista, ambos hijos del Zebedeo y de los primeros discípulos que siguieron a Dios Nuestro Señor Jesucristo, según nos narra San Mateo1 y que tuvo el privilegio, junto con su hermano y San Pedro, de presenciar la Transfiguración de Nuestro Señor como su agonía en el Huerto de los olivos.
Tomando pie en el Evangelio de hoy2, quisiéramos hablar de un tema que es de mucha importancia para nuestra vida espiritual, a saber: la Cruz en nuestras vidas.

(Cuerpo 1: Cruz = Camino al Cielo)

En efecto, leemos en el Evangelio del día que los hijos del Zebedeo, Santiago y Juan, se acercaron con su madre a Jesús para pedirle algo.
Ésta, en nombre de sus hijos, hizo la siguiente petición: “Di que estos dos hijos míos se sienten en tu reino, el uno a tu derecha y el otro a tu izquierda”. Y Nuestro Señor les respondió: “No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber?”, que es como si les dijera: “para que podáis entrar y participar de la gloria de mi reino, es preciso que antes sufráis y padezcáis, como yo he de sufrir y padecer, ¿estáis dispuestos?”. A lo que respondieron, generosamente: “Sí podemos”.

Y así tenemos ya una primera y muy importante enseñanza, a saber, que para poder entrar en la gloria, para poder llegar a la salvación, es preciso antes beber el cáliz de la Pasión, es decir, es necesario que llevemos nuestras cruces en conformidad con la divina Voluntad.
Nosotros solemos hacer como los hijos de Zebedeo, queremos participar del reino de Cristo, pero sin haber antes pasado por la cruz; mas a todos nos dice de la misma manera: “¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber?”; nuestra diferencia con los hijos de Zebedeo es que ellos respondieron “sí podemos” y nosotros, por el contrario, con nuestra forma de actuar, nuestras quejas, murmuraciones, etc., es como si le dijéramos a Nuestro Señor: “no queremos beber el cáliz”.

Y, sin embargo, algo fundamental, primordial, que hemos de grabar a fuego en nuestros corazones, es que no podemos llegar a la gloria, a la salvación, sino por la cruz, a través del sufrimiento; pensar de forma distinta es engañarse en tema importantísimo. El único camino al cielo es la Cruz, “ad victoriam per crucem”. Nuestro Señor nos marcó el camino: “Quien quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”, y nos dio el ejemplo: antes de resucitar glorioso y subir a los cielos a la diestra del Padre, padeció su terrible Pasión y Muerte.

(Cuerpo 2: Bienes de la Cruz)

En general, solemos llevar mal nuestras cruces porque no hacemos sino ver un mal en ellas, y esto se debe a que jamás consideramos los grandes bienes que hay en la cruz, cuando la llevamos y cargamos como es debido; sí, la cruz es fuente de inmensos bienes para el alma cuando es aceptada y ofrecida a Dios.
Veamos, tan sólo, algunos pocos de esos bienes:
1) Primeramente, la cruz nos asemeja a Dios Nuestro Señor Jesucristo, lo cual es un bien inmenso, pues Cristo es nuestro modelo, a quien debemos imitar y en pos del cual debemos ajustar nuestras vidas. Y así, mientras más sufriéremos, mientras más nos abracemos a nuestras cruces, tanto más con conformaremos y haremos semejantes a Nuestro Señor.

2) En segundo lugar, la cruz es un medio excelente para expiar nuestros pecados, para purificar nuestras almas. En efecto, todos, excepción hecha sólo de María Santísima —la cual sea bendita—, hemos pecado y ofendido a Dios, quién más, quién menos, pero todos nos hemos revolcado en el cieno del pecado. Por lo cual, todos necesitamos de la penitencia para limpiar nuestras almas. Ahora bien, la “mejor penitencia” que podemos hacer es llevar nuestra cruz con paciencia, con amor, en conformidad con la Voluntad de Dios. ¿Queremos expiar nuestros pecados? Llevemos de buen grado las cruces que Dios nos envíe y así nos purificaremos mucho más que por medio de las penitencias y obras que nosotros podamos hacer o imponernos.

3) En tercer lugar, la cruz es sumamente eficaz para precavernos contra las recaídas en el pecado. Esto es así porque la mortificación, la penitencia, debilita la “carne” y robustece las fuerzas del espíritu, de manera que pueda éste resistir a los embates del enemigo. Ahora bien, no hay mejor mortificación o penitencia que la que Dios nos impone por medio de su Providencia a través de las cruces que nos envía, pues vaya si ellas no nos mortificación, en especial en lo que hace a nuestra voluntad propia. Por tanto, recibamos siempre de buena gana y ofrezcamos todo lo que Dios permitiere que nos suceda.

4) En cuarto lugar, la cruz es una fuente inmensa de méritos y gloria. Pues todo lo que podamos padecer por Nuestro Señor, todas las cruces que Él nos envía y nosotros amorosamente aceptamos, no quedará sin su debido premio. Y, de hecho, a más cruces y padecimientos, mayor la gloria que se poseerá en el cielo. Los santos que más alto han llegado en la santidad y, por tanto, a mayor grado de gloria, son los que más han sufrido y padecido. ¡Y vaya si los santos no sufrieron! Nuestras cruces palidecen al lado de las que ellos portaron. Por tanto, llevemos de buena gana nuestra cruz que será motivo de gran gloria algún día, si somos fieles.

1 Cap. 4, vv. 21-22.
2 San Mateo 20, 20-23.

5) En quinto lugar, la cruz nos ayuda a desapegarnos de esta miserable y vil tierra. Fácilmente se aficiona nuestro corazón a este mundo y las diversas cosas que ofrece, pero la cruz nos recuerda que todo ello es efímero, una quimera, que no puede en modo alguno saciar ni llenar nuestro corazón, de modo tal que nos hace suspirar por la vida eterna, por la verdadera vida, donde no habrá sufrimiento ni dolor alguno, sino que todo será gozo y alegría verdadera en Dios.

Meditemos asiduamente estos bienes que trae la cruz para que cobremos ánimos y llevemos bien nuestras cruces y no quejándonos ni murmurando como solemos desdichadamente hacer.

(Conclusión: Cruz es Ineludible)

Concluyendo ya, queridos fieles, recordemos también otro punto importante en este tema de la cruz, a saber, que es ineludible. Sí, la cruz es una realidad de la que nadie puede escapar; todos, ricos y pobres, famosos y desconocidos, gobernantes y súbditos, justos y pecadores, todos, sin excepción ninguna tienen su cruz. Esta vida está marcada por la cruz, por el sufrimiento; es un valle de lágrimas, como consecuencia del pecado.

Por tanto, la cuestión radica no en si llevamos o no cruz —como dijimos, ésta es ineludible—, sino en cómo la llevamos: en si la cargamos o la arrastramos. Cargamos nuestra cruz, cuando la aceptamos como venida de la mano de Dios y la llevamos con amor conformándonos con su Voluntad santísima. La arrastramos, cuando en vez de aceptarla y ofrecerla a Dios, renegamos, nos quejamos y murmuramos de ella. Una y otra forma de afrontar la cruz tienen finales distintos, diametralmente opuestos. La primera, si la cargamos, nos lleva a la gloria, nos sirve para la salvación de nuestras almas. La segunda, si la arrastramos, no nos aprovecha para nada y, para colmo de males, contribuye a nuestra perdición. Dicho con otras palabras: con la cruz o nos salvamos o nos condenamos, pero siempre con cruz; recordemos el Calvario, al buen y mal ladrón.

Por tanto, meditemos estas cosas, pensemos en cómo llevamos nuestras cruces, si solemos aceptarlas y ofrecerlas por amor a Dios, o si de ordinario nos quejamos, murmuramos, maldecimos, etc., etc. Pensemos en las diversas situaciones por las que transitamos y examinémonos sobre cómo nos comportamos respecto a las pruebas que Dios nos ha puesto.

Meditemos, asimismo, en los inmensos bienes que nos trae la cruz bien llevada, que dijimos antes, y pidamos a María Santísima, que fue fidelísima en llevar su cruz por amor a Dios, que nos alcance la gracia, no sólo de saber sufrir con paciencia nuestras cruces, sino de poder llevarlas con amor, con alegría sobrenatural, como hacían los santos.

Ave María Purísima. Padre Pío Vázquez.