3er Domingo de Cuaresma 2020

Curación del endemoniado y las recaídas en el pecado.

(Domingo 15 de marzo de 2020) P. Pío Vázquez.

(introducción)

Queridos fieles:
En el Evangelio del día de hoy1, Tercer Domingo de Cuaresma, se nos narra la curación de un endemoniado por Dios Nuestro Señor Jesucristo; curación que suscitó en los escribas y fariseos la calumnia y blasfemia de atribuir semejante milagro al demonio: “Por arte de Belcebú, príncipe de los demonios, expulsa los demonios”; terrible pecado de ceguera voluntaria, que Nuestro Señor llama en San Mateo2 blasfemia contra el Espíritu Santo.
Nuestra intención hoy es comentar la curación del endemoniado y decir también unas palabras sobre las recaídas en el pecado.

(Cuerpo 1: El endemoniado)

Veamos, pues, primeramente la curación del poseído por el demonio mudo.
Notemos que, además de mudo, según nos refiere San Mateo3, el poseído era también ciego; estado en verdad lamentable… el desdichado hombre no podía ni hablar, ni ver…
Ahora bien, podemos preguntarnos: ¿a quién representa este endemoniado del Evangelio? Representa al pecador que se halla sumido en sus pecados, al endurecido de corazón; pues éste, además de estar bajo la influencia y potestad del demonio por el pecado, es ciego y mudo:

Ciego, ya que sus pecados, y el afecto y afición que tiene a ellos, le impiden ver las gracias que Dios le envía, y, hasta en cierto sentido, le impiden ver las verdades de la Fe (como el juicio, el cielo, el infierno, etc.), en cuanto que, por sus malos hábitos y vicios, no las aprecia como merecen, sino que es indiferente a ellas, cuando no deja directamente de creer en esas verdades; ¡cuántos no han abandonado la Fe por llevar una vida desordenada, una vida llena de pecado!.

1 San Lucas 11, 14-28.
2 Cap. 12, v. 31.
3 Ibídem, v. 22.

Mudo porque, debido a la anterior ceguera espiritual, no profiere (o no puede) las divinas alabanzas, esto es: no hace oración; no agradece a Dios todos los beneficios y gracias que le ha dado en su vida; no hace profesión de Fe, esto es, calla por respeto humano cuando la Fe es denigrada o atacada, o nunca manifiesta o confiesa su Fe ante los demás. Todo su hablar no es sino del mundo y de las cosas de la tierra.
Por lo cual, el estado de tal alma es tristísimo, pues es totalmente ciega y muda para todo lo espiritual y sobrenatural; solamente ve, habla, trabaja y se ocupa por las cosas de esta miserable tierra, las cuales, tarde que temprano, tendrá que abandonar cuando llegue la muerte…

Mas Dios Nuestro Señor, grande en misericordia, acude a ayudar a tal desdichada alma —tal vez haya sido la nuestra— por pura bondad, sin merecimiento alguno. Libra primeramente a dicha alma de la potestad que el demonio tiene sobre ella por el pecado; y, al hacer esto, le abre los ojos y la boca, la cura de su ceguera y mudez. Pues, el alma así librada, ve ahora las gracias de Dios, que le ha comunicado en el pasado y que le comunica en el presente; ve, ahora sí, la importancia de las realidades espirituales, como la de la salvación; y por ver todo esto, abriéndosele la boca prorrumpe en acciones de alabanza, acción de gracias y amor a Dios, en publicar sus glorias y darlo a conocer a los demás.
Cualquiera de nosotros está representado en este pasaje evangélico, ya sea estando todavía “endemoniado”, es decir, hallándonos en el pecado, ciegos y mudos, y apartados de Dios, ya sea habiendo sido curados por Dios Nuestro Señor, viviendo en estado de gracia.

(Cuerpo 2: Recaídas en el pecado)

Y si éste es el caso, si por gracia de Dios hemos salido del pecado, hecho una buena confesión, etc., no por ello hemos de tenernos por seguros, pues que hayamos salido de la pasada ceguera, no quiere decir que no podamos volver a incidir en ella, la cual sería entonces mucho peor. Lo cual Dios Nuestro Señor Jesucristo nos lo enseña en el Evangelio de hoy, diciendo:

Cuando el espíritu inmundo ha salido de un hombre, anda por lugares áridos buscando reposo; y, no hallándolo, se dice: Volveré a mi casa de donde salí. Y, tornando a ella, la encuentra barrida y adornada. Entonces va y toma consigo otros siete espíritus peores que él, y, entrando en ella, moran allí; y así el estado de este hombre viene a ser peor que el primero”.

De estas breves palabras de Dios Nuestro Señor podemos inferir dos cosas: La primera, que el demonio, habiendo sido expulsado de nuestras almas, no por ello desiste de volver sino que continuamente renueva sus ataques para poder recuperar el dominio perdido sobre nuestras almas. La segunda, que si el demonio es exitoso y vence al alma haciéndola recaer, ésta estará en peor estado y condición que cuando la tenía antes de su conversión subyugada por el pecado.

Por tanto, seamos muy cuidadosos de no volver a los antiguos vicios y pecados, lo cual seriamente pondría en peligro nuestra salvación. Pero, ¿cómo hacer para no recaer en los pecados pasados?, ¿por qué son tantos los que recaen en los mismos pecados siempre, a pesar de las confesiones y propósitos que hacen? Esto suele deberse a dos fallas principales: a no hacer oración (o muy poca) y no huir de las llamadas ocasiones de pecado. Desarrollemos ambas cosas un poco.

1) La oración. Ésta es indispensable para poder vencer nuestras malas costumbres y tendencias. En efecto, la inclinación que tenemos al pecado (máxime si tenemos un vicio o mal hábito) es tan grande y fuerte debido a nuestra naturaleza caída, que sin el auxilio especial de Dios (esto es, de la gracia), nos es imposible vencerla y obrar en sentido opuesto, haciendo el bien. De allí la necesidad e importancia de la oración, pues el auxilio de Dios, la gracia, solamente se obtiene por medio de ella. Si no rezamos, no tendremos las fuerzas necesarias para vencer en la batalla contra nosotros mismos. Por tanto, se vuelve imperioso adquirir la costumbre de hacer oración sistemática, todos los días. Como rezar, por ejemplo, el Santo Rosario a diario. Si uno lo hace, con verdadera Fe y deseo de salir del pecado o de no recaer en él, rezando el Rosario de la mejor manera posible, la Santísima Virgen, que nunca falla, nos hará vencernos a nosotros mismos y librarnos de nuestros vicios y malas costumbres. Por tanto, cada uno medite si sus recaídas no se han debido a esto, a no orar o no hacerlo lo suficiente… y ponga remedio, comience a hacer oración.

2) La ocasión de pecado. Bajo este nombre de “ocasión de pecado” están comprendidas todas aquellas cosas que nos suelen llevar “casi infaliblemente” al pecado. Las cuales pueden ser una persona o personas, o algún lugar, o diversas situaciones, etc. Es necesario, pues, para no recaer el huir de todas estas cosas, máxime si ya hemos caído (o solemos caer) por ellas en el pecado. De hecho, es tal vez el punto más importante para no recaer en el pecado; pues si hacemos oración (lo cual está bien y es importante), pero no huimos de las ocasiones, sino que nos ponemos en ellas sin ninguna razón o necesidad, de nada nos servirá esa oración: vale decir, si rezo 10 rosarios, pero voy al lugar donde sé que siempre peco, voy a pecar; así de sencillo. Si no nos apartamos de las ocasiones, no estamos haciendo nada, estamos perdiendo el tiempo. Por tanto, cada uno medite dentro de sí cuáles son las ocasiones de pecado que debe evitar y hágalo. Pues de no hacerlo, volverá a caer y “así el estado de este hombre viene a ser peor que el primero”.

(Conclusión)

Por tanto, queridos fieles, los invitamos a meditar estas cosas y ponerlas en práctica. El tiempo no podría ser más a propósito: la Cuaresma, tiempo de conversión, de penitencia, de oración. Y así, si no tenemos la costumbre de hacer oración, por la Cuaresma, corrijámoslo; como decíamos hace ocho días en la pasada prédica, si alguno no reza el Santo Rosario todos los días, —¡pues caramba!— a hacerlo, siquiera por Cuaresma; también aprovechar la Santa Misa, que es la oración más poderosa y perfecta que tenemos: tratar de asistir a menudo entresemana. Ella, la Santa Misa, —la Santa Comunión particularmente— nos fortalece enormemente para no recaer en el pecado.

Y a esto añadamos, por supuesto, romper con la ocasión de pecado, cortar definitivamente el trato con esa persona… dejar de ir a tal lugar… no hacer uso de tales o cuales cosas… etc., de lo contrario, perdemos el tiempo, como recién decíamos. Y si a estas cosas, oración y huida de las ocasiones, añadimos la mortificación o penitencia y una filial confianza a la Santísima y Bendita Virgen María, seremos sin duda curados como el endemoniado del Evangelio.

Quiera la Bendita Virgen María que así sea.

Ave María Purísima. Padre Pío Vázquez.