San Luis Beltrán.
(Domingo 14 de octubre de 2018) P. Pío Vázquez.
(Introducción)
Queridos fieles:
Hoy estamos celebrando la Solemnidad de San Luis Beltrán, Patrono Principal de Colombia, santo del siglo XVI, que precedió a San Pedro Claver, que también es patrono de Colombia, en la labor apostólica realizada aquí para la conversión de los paganos.
(Cuerpo 1: Infancia)
San Luis nació en Valencia de España, el 1º de enero del año 1526, siendo el primogénito de nueve hermanos. Sus padres fueron Juan Luis Beltrán, que era notario, y Juana Ángela Exarch, los cuales eran muy piadosos y virtuosos, por lo cual educaron católicamente y en el temor de Dios a San Luis, y éste ya desde su más tierna edad daba muestras de una gran y sólida piedad, por lo cual no fueron infructíferas las diligencias de sus padres a este respecto.
De pequeño bastaba colocarle alguna imagen de Dios Nuestro Señor Jesucristo o de la Virgen para entretenerlo o hacer el cesar el llanto. A la Madre de Dios cogió desde muy pequeño una profunda devoción y amor; a partir de los 7 u 8 años ya rezaba el oficio de la Virgen diariamente con sumo fervor. También desde la más tierna edad comenzó a darse a la oración y a la penitencia: no era raro que sus padres lo encontraran en lugares apartados o secretos de la casa, de rodillas haciendo oración; a pesar de su corta edad ayunaba algunos días a pan y agua; también se privaba del sueño, durmiendo menos, para poder dedicar más tiempo a la oración, y lo poco que dormía, gustaba que fuera sobre el suelo, cuando la mamá salía, se escabullía y bajaba del cómodo lecho al áspero suelo. Huía de los esparcimientos y recreos propios de los niños de su edad, prefiriendo, en cambio, acudir a los templos para rezar, para ayudar acolitando en la Misa.
(Cuerpo 2: Vocación Religiosa)
San Luis iba progresando por los caminos de Dios, de la perfección, de la Santidad y, como era de esperar, comenzó a surgir en él el deseo de consagrarse totalmente a Dios, el de tener un estado de vida en que pudiera ocuparse únicamente de servir Dios. Y aquí tuvo que sufrir una gran cruz, pues sus padres, aunque piadosos, no querían que se hiciese religioso. Por un lado, para no perderlo de a su lado y, por otro, porque su padre ya había pensado en una carrera en este siglo para su hijo.
Sin embargo, la negativa de su padre no disminuyó los deseos de nuestro Santo de entregarse a Dios; todo lo contrario, cada vez sentía y oía con más vehemencia la voz de Dios que le llamaba a un grado y estado de vida más perfecto. Por lo cual, definitivamente ingresó en la Orden de Santo Domingo, recibiendo el hábito el 26 de agosto de 1544, teniendo algo así como 18 años, sin saberlo su padre, “a escondidas”, podríamos decir. Sus padres, sin embargo, finalmente vieron que ésa era la voluntad de Dios y la aceptaron asistiendo un año después, el 27 de agosto de 1545, a la profesión solemne de su hijo.
Durante su año de noviciado, se entregó totalmente a la más perfecta y exacta práctica y observancia de todas las virtudes y de la Regla, de manera tal que todos quedaron admirados; el mismo Breviario Romano —libro oficial de la Iglesia donde están las oraciones canónicas que rezan los sacerdotes y religiosos—, dice de él: “Dio su nombre a la Orden de Predicadores, donde en breve tanto progresó [en santidad] que incluso a los mismos adelantados [en ella], aunque [era solamente] novicio, fue [para ellos un] ejemplo”1. De él llegó a decir incluso el maestro de novicios, un religioso llamado fray Juan Micó, lo siguiente: “Luis será en Valencia otro San Vicente Ferrer”͘
(Cuerpo 3: Austeridad del Santo)
Cuando hubo hechos sus votos después del año de noviciado, no por eso aflojó sino que aumentó aun más todas las obras de perfección que ya practicaba. Entre ellas es digna de ser resaltada la austeridad y penitencia que rodearon a su persona. Constantemente tenía en su boca aquellas palabras de San Agustín: Señor, quema aquí, corta aquí, no perdones aquí, para que perdones en la eternidad. Y es de notar que San Luis no era de buena salud, sino de complexión enfermiza.
Pero, a pesar de la mala salud que tenía, se entregaba de lleno a la mortificación: a los siete meses de ayuno que ya prescribía la Orden, añadía otros varios días más, pasándolos a pan y agua; tomaba rigurosísimas disciplinas hasta el punto de derramar sangre; ordinariamente vestía un cilicio y también se ceñía en otras ocasiones una cadena de hierro; hacía muchas vigilias privándose del sueño y descanso necesario para pasar las noches en oración. Todo esto lo hacía —repetimos— con una salud precaria; y pensar que nosotros, con apenas un pequeño dolor de cabeza, ya nos eximimos de nuestras oraciones y obligaciones. Lo que son los santos y lo que somos nosotros.
Y todo esto lo hacía para domar y dominar su carne. La mortificación y penitencia van directamente contra esa tendencia que tenemos hacia la sensualidad, contra ese afán de gozar; por eso la mortificación reduce, como enseñan los santos y autores espirituales, las tentaciones contra la pureza y fortalece al alma para poder vencerlas. En San Luis brilló, de hecho, en grado excelentísimo la virtud de la Castidad, la cual conservó intacta durante toda su vida, muriendo virgen como había nacido; recordemos que el practicó la penitencia y mortificación desde niño.
Nuestro Santo fue ordenado sacerdote en 1547. Poco después se enteró de que su padre estaba gravemente enfermo; partió, pues, para estar a su lado y tuvo la dicha de asistirlo hasta que falleció. Le fue revelado poco después los grandes tormentos que sufría su padre en el Purgatorio, por lo cual ofreció Misas, oraciones, ayunos, penitencias por su padre, y ¡duró haciendo esto por espacio de ocho años!, hasta que le fue revelado que su padre ya gozaba de la Gloria.
Tanta era la santidad de San Luis que, a penas contando 25 años de edad, fue hecho maestro de novicios, cargo de una importancia y transcendencia importantísimas. El cual desempeñó admirablemente, predicando no sólo con la palabra —era muy exigente, dicen los hagiógrafos— sino también, y más importantemente, con el ejemplo. También fue nombrado prior varias veces en distintos conventos.
1 Primera lección del segundo nocturno de Maitines de la fiesta del Santo.
(Cuerpo 4: Misión en América)
Hacia el año 1560 tuvo noticia de la necesidad que había de misiones y predicadores para América, y como su celo ardía en deseos de ganar almas para Dios, pidió permiso a sus superiores para poder ir a las misiones. Obtenido el permiso, se dirigió para Sevilla, en 1562, para embarcarse allí, no sin gran sentimiento y dolor de sus hermanos y novicios, los cuales trataron de disuadirle de ello, alegando su escasa salud, las terribles dificultades que hallaría y el peligro de ser muerto por los indios. Sin embargo, todo esto operó el efecto contrario al que pretendían; sus ansias de padecer por Dios Nuestro Señor Jesucristo y por la salvación de las almas eran tales, que todo eso que le decían, no hacía sino acrecentar en él los deseos de venir para América. Lo cual finalmente hizo.
La actual Colombia tuvo la dicha y honor de tener a este gran Santo pisando sus tierras. Su labor apostólica fue enorme y asombrosa, al igual que las dificultades y contrariedades que tuvo que sufrir de parte de los indios paganos que veían en él un enemigo y de algunos malos españoles que no soportaban cómo este Santo les reprendía, sin ningún respeto humano, sus pecados y los abusos que cometían algunos de ellos contra los indios. Sufrió, de hecho, más de una vez atentados contra su vida de parte de unos y de otros; llegaron a darle veneno a beber, sin que éste produjera su efecto.
Era tanto su celo en convertir a los indios, que entraba él mismo en los mismos bosques para buscarlos. Fue favorecido por Dios con el don de lenguas, pues él les hablaba en castellano y ellos todos, así fueran de diversos dialectos, le entendían, cada uno en propio idioma, todo lo que les decía. También lo favoreció Dios otorgándole el realizar muchos otros milagros; veamos respecto a esto qué dice el Breviario Romano: “Inspirado por el espíritu profético, predijo muchas cosas. Extinguió el fuego con la señal de la cruz, calmó la tempestad, contuvo el ímpetu de las bestias, devolvió a muertos la vida, a ciegos la vista, a cojos el caminar, a sordos el oído”2.
Convirtió una cantidad innumerable de indios, y duró en este intenso apostolado siete años; pasados los cuales pidió licencia para volver a España. Una de las principales razones por las cuales tomó esta decisión fue el desacato que hacían algunos españoles de las órdenes formales de los Reyes Católicos, sobre la forma de evitar o prevenir los abusos, pues esto no lo podía sufrir su ardentísima caridad y celo.
(Cuerpo 5: Vuelve a España)
Volvió a España y recibió de nuevo cargos importantes: fue prior del convento de San Onofre, que se hallaba cerca de Valencia, y después fue nombrado prior del convento de Valencia, cargo que asumió después de haber sido maestro de novicios del mismo convento.
La salud de nuestro Santo, empero, empeoraba cada vez más, pues él no disminuía en nada el rigor de su penitencia y mortificación, lo cual terminó con las pocas fuerzas que le quedaban. Por tanto, enfermó gravemente alrededor de mayo de 1581, y siguió enfermo y empeorándose hasta que entregó su alma a Dios el 9 de octubre de 1581, muriendo a la edad de 55 años. Muchos milagros fueron obrados por su intercesión después de su muerte, y su cuerpo se mantuvo incorrupto, lo cual se comprobó debidamente en los años 1582 —esto es, un año después de muerto—, en 1647 y en 1661. Su beatificación fue realizada por Paulo V en 1608 y la canonización la realizó Clemente X en 1671, es decir, 90 años después de su muerte.
(Conclusión)
Para concluir, queridos fieles, simplemente queríamos exhortarlos a recurrir a este gran Santo, a San Luis Beltrán, que Dios, en su Providencia, les ha concedido como especial protector. También consideren y mediten la vida de este grandísimo Santo, para poder imitarlo; pues los santos son y deben ser modelos para nosotros. Busquemos seguirlo en su espíritu de mortificación, por ejemplo, para poder así nosotros también dominar nuestra carne, esto es, todos nuestros afectos desordenados, especialmente aquéllos que tengan pecados de impureza en los que recaen continuamente. La práctica de la mortificación unida a la oración nos debe llevar a salir de esos pecados.
Pidamos, pues, a la Santísima Virgen que así sea.
Ave María Purísima. Padre Pío Vázquez.
2 Ibídem, tercera lección.