Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.
(Viernes 15 de abril de 2022) Padre Pío Vázquez.
(Introducción)
Queridos fieles:
El día de hoy, Viernes Santo, es costumbre predicar sobre las últimas palabras de Cristo pronunciadas desde lo alto de la Cruz. Y así nosotros hablaremos, con el favor de Dios, sobre la primera de esas palabras, a saber: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” 1.
(Cuerpo 1: Una Primera Reflexión)
Una primera reflexión que podemos hacer, antes de comenzar propiamente a considerar esta primera palabra de Dios Nuestro Señor Jesucristo y sacar de ella frutos y enseñanzas para nosotros, es la siguiente: Nuestro Señor desde su entrada a este mundo hasta su salida de él, no dejó nunca de enseñarnos e instruirnos, sino que cumplió acabadísimamente su misión de mostrarnos el camino de la virtud, el camino que lleva a la Gloria eterna.
En efecto, si miramos bien, nos daremos cuenta que, desde su nacimiento mismo hasta su muerte en la Cruz, no cesó de predicarnos, ya fuera con su palabra, ya con su ejemplo. Apenas vino a este mundo, por medio de las circunstancias de su nacimiento, comenzó a enseñarnos con su ejemplo la virtud de la humildad y el desprecio y desapego de los bienes de esta tierra; después durante sus 30 años de vida oculta en Nazaret nos inculcó el aprecio al retiro, a la soledad, al trabajo; después en los tres años de vida pública nos ilustró y enseñó el camino de la salvación, no sólo con el ejemplo, sino también por medio de parábolas, sentencias, afirmaciones, etc. Y ahora, pendiente de la Cruz, en medio de acerbísimos y terribilísimos dolores, no cesa sino que continúa su obra de enseñanza, pues nos predicó desde el púlpito de la Cruz sus últimas sietes palabras, las cuales contienen en sí, si las meditamos y rumiamos debidamente, grandes enseñanzas para nuestras almas.
1 San Lucas 23,34.
(Cuerpo 2: A quiénes está dirigida esta Primera Palabra)
Habiendo dicho esto, pasemos, ahora sí, a ver la primera palabra de Nuestro Redentor: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” [«Pater, dimítte illis: non enim sciunt quid fáciunt»].
Lo primero a considerar es para quiénes son estas primeras palabras de Nuestro Señor: Estaban dirigidas nada más ni nada menos que hacia sus enemigos, pues pronunciaba estas palabras con motivo de los que le estaban, en ese mismo momento, procurando la muerte.
En efecto, si miramos bien las siete palabras de Nuestro Señor, veremos que las primeras tres fueron por el bien del prójimo y el resto por su propio bien. Y quiso Él que la primera de todas fuera para sus enemigos que le hacían daño, el daño más grande posible: como decimos, darle la muerte.
Lo hizo así para enseñarnos e inculcarnos la Caridad, y muy particularmente la Caridad hacia los enemigos; para que así, movidos por su ejemplo, cumplamos con este dificilísimo, pero importantísimo, precepto de amar a nuestros enemigos, a todos aquellos que nos hayan podido hacer algún daño. Asimismo, de esta manera nos muestra que la Caridad ha de estar dirigida principalmente a lo más necesitados y los que están más necesitados son cabalmente nuestros enemigos, pues se hallan en gran miseria espiritual.
Vemos, pues que su oración estuvo dirigida hacia sus enemigos, por los cuales abogaba para que fuesen perdonados. Pero mirando y examinando más detenidamente su primera palabra, vemos que no sólo se refería a los verdugos que lo crucificaron y le dieron muerte, ni sólo a los judíos, autores de este tremendo crimen, ni sólo a Pilatos o los Sumos Sacerdotes, etc., sino que sus palabras estaban dirigidas hacia todos los hombres, hacia todo el género humano, desde Adán que cometió el primer pecado hasta el último hombre, pues todos, por el pecado, hemos sido enemigos de Dios y todos, con nuestros pecados, ocasionamos la muerte de Cristo.
Por lo cual, podemos sacar la siguiente conmovedora conclusión: Cuando Cristo decía: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”, nos tenía a cada uno de nosotros en su mente al pronunciar esas palabras. ¡Oh inmensa Caridad de Cristo! ¡Antes de que hubiésemos nacido y de que hubiésemos pensado o amado a Cristo, Él ya pensaba en nosotros e intercedía por nosotros ante su Padre, para que no fuésemos condenados! ¿Quién no arderá en el amor de Cristo al considerar esta su fineza? ¿Cómo puede ser que nuestros corazones sean duros como la piedra y no se inflamen en el amor de nuestro Dios, al ver esto?
(Cuerpo 3: Cada palabra)
Mas, pasemos ahora a desmenuzar un poco las palabras de Nuestro Señor.
Inicia su oración invocando a Dios con el nombre de “Padre”; y es de notar que no dice: “Dios” o “Señor” o “Juez”, sino “Padre”, pues al llamar a Dios con el dulce nombre de Padre, está como dando a entender que quiera suscitar en Él la bondad paternal, la cual siempre tiende a perdonar al hijo descarriado, y no la justicia vengadora que castiga inexorablemente el pecado.
Y la petición es bien sencilla, formulada en una sola palabra, “perdónalos”; eso es lo que pide por sus enemigos: el perdón. Y podemos referir esto, tanto al castigo debido al crimen que cometían, cuanto al crimen mismo.
a) Si referimos su petición al castigo que merecían los judíos por el crimen del Deicidio, sin duda alguna fue escuchada la oración de Nuestro Señor, pues la magnitud y gravedad del pecado que cometían era suficiente de suyo para que se abriera la tierra y los tragara vivos o para que lloviera fuego del cielo y los consumiera allí mismo.
Y el castigo que de hecho les vino 40 años más tarde, con la destrucción de Jerusalén por los romanos, hubiera sido totalmente evitado, si se hubieran arrepentido y convertido y aceptado a Nuestro Señor y Salvador.
b) Si referimos sus palabras al crimen mismo, también vemos que fue escuchado, pues por medio de su petición muchos se arrepintieron de lo hecho y estuvieron dolidos y compungidos de corazón. El Evangelio nos dice que hubo algunos que se volvieron dándose golpes de pecho2, a la vista de lo que ocurría, y que el centurión llegó a decir, al ver todo lo que ocurría: “verdaderamente éste era Hijo de Dios”3. Pero, si bien es cierto que no todos se convirtieron, esto no fue por falta de eficacia a la oración de Cristo, sino por la mala disposición de aquellos que no se convirtieron, por haber puesto un óbice u obstáculo a la gracia.
Consideremos ahora el motivo por el cual aduce sean perdonados, al decir “porque no saben lo que hacen”. ¿Cómo interpretar estas palabras? ¿Los judíos acaso realmente no sabían lo que hacían? ¿Pilatos no sabía que Él era inocente, que no era digno de muerte; pues no confesó él mismo que no hallaba culpa en él? ¿cómo dice entonces: “porque no saben lo que hacen”?
Primeramente, debemos tener presente que si estas palabras las referimos a los verdugos que le daban muerte, muy propiamente dijo de ellos, “no saben lo que hacen”, pues ellos simplemente cumplían órdenes y con su oficio de sayones, probablemente sin saber nada del caso de Nuestro Señor ni saber nada sobre Él.
Y si las referimos hacia los judíos, Pilatos, etc., para entender rectamente estas palabras, debemos primeramente considerar que existe algo llamado ignorancia voluntaria, la cual es, por lo mismo, culpable. Los judíos sabían que estaban, por lo menos, ante un Profeta, ante un hombre Santísimo; Pilatos mismo había declarado repetidas veces su inocencia, como decimos; pero los judíos no veían en Él a Dios, porque se cegaban voluntariamente: Tenían todos los medios e indicios para saber y concluir que Cristo era Dios; mas se cegaron a sí mismos e invistieron contra Él con satánico furor para hacerlo morir. Por esto es que “no sabían lo que hacían”, pero su ignorancia era totalmente pecaminosa, pues “deberían haberlo sabido”.
Asimismo, estas palabras, “porque no saben lo que hacen”, pueden aplicarse a todos los hombres, a todos nosotros, pues realmente cuando pecamos —podríamos decir— no sabemos lo que hacemos, el grandísimo daño y mal que cometemos, pues la pasión ciega la razón, al punto de no ver correctamente. Mas, como decíamos de los judíos, también se puede decir de nosotros, pues muy rara vez es esa ignorancia del todo inculpable, sino por el contrario pecaminosa.
(Cuerpo 4: Frutos y Enseñanzas)
Ahora pasemos a tratar de extraer frutos de esta palabra de Cristo para nuestras almas.
Lo primero que salta a la vista, si consideramos bien esta palabra, es la grandísima Caridad de Dios Nuestro Señor Jesucristo. En efecto, esta su Caridad brilla con un esplendor que jamás podremos penetrar. Por lo cual, San Pablo dice, con razón, a los Efesios: “Y conocer la Caridad de Cristo que supera a todo conocimiento”4.
Verdaderamente, el amor o la Caridad de Cristo nos sobrepasa; para ver lo cual, consideremos lo siguiente: Cuando sufrimos cualquier tipo de dolor o malestar, que sea medianamente fuerte —un dolor de cabeza o de muelas, por ejemplo—, no estamos de humor ni para recibir a nuestros amigos, ni queremos ni deseamos hacer ni saber nada, sino que estamos todos irritables e insoportables a nosotros mismos.
Ahora bien, cuando Cristo pronunció su primera palabra “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”, estaba en lo alto de la Cruz, fijo a ella por medio de clavos que taladraban sus manos y sus pies; su cabeza estaba circundada por una terrible corona de espinas, las cuales le atravesaban las sienes produciendo grande, profundo y agudísimo dolor; su cuerpo todo se hallaba llagado por la flagelación, y el peso del mismo agrandaba las llagas de pies y manos. De manera que Nuestro Señor estuvo en una continua y profunda agonía; jamás seremos capaces de imaginar siquiera una parte del atrocísimo dolor que padecía.
Y, sin embargo, en medio de esos terribles tormentos, olvidándose de sí mismo y de sus dolores y pensando tan sólo en la salvación de sus enemigos, clamó al Padre diciendo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. ¿Qué hubiera hecho si ellos no fueran sus enemigos, traidores y parricidas, sino sus amigos, parientes o hijos? La Caridad de Cristo realmente nos sobrepasa y excede a nuestro conocimiento.
2 San Lucas 23,48.
3 San Mateo 27,54.
4 Cap. 3, v. 19.
(Cuerpo 5: Debemos perdonar a nuestros enemigos)
De todo lo cual, debe seguirse una consecuencia práctica en nuestras vidas: hemos de aprender a perdonar a nuestros enemigos, a todos aquellos que nos hayan podido haber hecho algún daño o haber inferido alguna ofensa o disgusto. En efecto, ¿cómo podrá ser que veamos este ejemplo sublime de Cristo, que ruega por sus enemigos en el momento mismo en que le dan muerte, y nos neguemos nosotros a perdonar y rogar por los que nos hayan dañado? ¿Qué excusa puede aducir un católico, un discípulo de Cristo, para no seguir el ejemplo de su Maestro?
“Pero esto es muy difícil”, responderá alguno, “es más allá de las fuerzas humanas…” Si nos parece difícil perdonar las injurias u ofensas (muchas de ellas cosas triviales y mínimas), es por el poco o nada de amor que tenemos a Dios, pues nada es difícil para el que ama. Cuando hay verdadero amor a Dios en el alma, hay por consecuencia verdadero y ardiente amor al prójimo, a todo prójimo, incluso los enemigos.
Por esto es que vemos tan grandes y admirables ejemplos en los Santos de perdón y amor a los enemigos: José, hijo de Jacob, que devolvió bien por mal a sus hermanos que lo habían vendido como esclavo; el Rey David, que habiendo podido, en dos ocasiones, matar a Saúl, su enemigo, el cual constantemente lo buscaba para quitarle la vida, no lo hizo; San Esteban, Protomártir del Nuevo Testamento, el cual mientras era apedreado rogaba a Dios por sus asesinos, diciendo: “Señor, no les imputes este pecado”; y así tantos Santos más que han perdonado de corazón a sus enemigos y hasta les hicieron el bien cuando pudieron.
Por tanto, si se nos dificulta tanto el cumplimiento de este mandamiento de amar a los enemigos, es por el poco amor a Dios que tenemos. Por consiguiente, busquemos inflamarnos en el amor divino, para que podamos, sin dificultad cumplirlo.
(Conclusión: Perdonémonos unos a otros)
Concluyendo ya, queridos fieles, meditemos mucho hoy, Viernes Santo, en esta palabra de Nuestro Señor, en este ejemplo sublime que nos ha dado y sigamos su ejemplo. Si alguien tiene queja contra otro, si alguien ha disgustado con algún prójimo, hoy es el día propicio para deponer todo mal sentimiento, todo rencor, toda ira, y buscar el momento apropiado para la reconciliación. Podríamos llamar al día de hoy, el día del perdón de los enemigos. Si Cristo rogó por nosotros y nos ha perdonado nuestros pecados, hagamos otro tanto con nuestro prójimo: con el esposo, padres, hermanos, amigos, vecinos…
Por tanto, meditemos y perdonemos de corazón a quien nos haya hecho daño u ofendido y pongamos todo de nuestra parte para arreglar la situación y recobrar la convivencia, teniendo en cuenta que, si nos negamos a perdonar a nuestros enemigos, no recibiremos tampoco nosotros el perdón de Dios: “perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores”, decimos en el Padrenuestro. Por tanto, si nos negamos a hacer las paces con nuestros enemigos, nos condenamos por nuestra propia boca.
Meditemos, pues, estas cosas y pidamos a María Santísima, la cual a todos nosotros, que dimos muerte a su Hijo, nos ha perdonado, nos alcance la gracia de amar verdaderamente a nuestros enemigos y de saber perdonarlos; de que podamos cumplir las palabras de Nuestro Señor: “Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odian, rogad por los que os persiguen y calumnian”.
Ave María Purísima. Padre Pío Vázquez.